Como el genial escritor Terry Pratchett,
pienso en un mundo fantástico donde conviven unos árboles mucho más
viejos que las milenarias secuoyas junto a unos gusanitos efímeros, que
nacen con el alba y siempre, siempre mueren mucho antes de caer el Sol.
Al abrir los ojos aquel árbol
‘trilenario’, doscientos años después del parpadeo anterior, -que ese es
su ritmo normal- lo vio todo totalmente cambiado. Por arte de magia, de
birlibirloque, en un abrir y cerrar de ojos –y no es metafórico- el
pueblo que divisaba desde sus ramas más altas estaba completamente
arruinado, como si hubiera sufrido el peor de los bombardeos. Los
huertos que le rodeaban, los molinos, los corrales de las gallinas, las
niñas y niños jugando, las vacas pastando… , todo aquel último registro
en su retina de madera, había sido sustituido por un inmenso, monótono y
verde campo de maíz. Su estremecimiento estaba acompañado de una
sensación nueva, como un pinchazo en su tronco. Allí tenía clavado un
letrero que indicaba que estaba rodeado de maíz transgénico. Rompió en
lágrimas de savia clara. No, no era por el espina en su tronco, su lloró
surgió cuando descubrió -a su ritmo parsimonioso- que los hermanos del
bosque con los que formaba aquella hermosa comunidad, también, en un
visto y no visto, lo habían abandonado. -¿Dónde fueron? ¿Por qué no me
avisaron? No quedaba rastro de ellos.
Sumergidos en ese mundo verde y aburrido,
a la sombra del viejo gigante, dos gusanos efímeros en la mitad de sus
vidas conversaban mientras mordisqueaban unas hojas. ¿Sabes que me han
explicado? – pregunta el más risueño de ellos- Hace muchos años, aquí se
comía maíz pero también lechugas, acelgas, coles… y con esos alimentos
vivíamos mucho más tiempo que ahora. ¡Qué en esos tiempos el Sol se
escondía para volver a salir! Entonces además de nosotros vivían en este
mundo otros animales parecidos a nuestros tatarabuelos. Hablan de unos
gusanos que no se arrastraban por el suelo como nosotros, tenían alas de
colores que les permitían volar. Otros gusanos eran ciegos y vivían
comiendo tierra que luego expulsaban. Sólo se les veía cuando llovía.
Incluso existían unos gusanos babosos que cargaban un caparazón sobre
sus espaldas. ¡Qué cosas más espléndidas! – enumeraba mientras sus
pupilas centelleaban- No creo en las leyendas -contestaba el otro
gusano- Mira, mi padre dice que el siempre lo vio todo igual. Y lo mismo
el padre de su padre. Son cuentos para gusanos chicos, para pasar el
rato. ¿Cómo vas a pensar en gusanos voladores? Qué, ¿llevaban, antenas
en la cabeza? Ja ja ja – se burla- Y el Sol siempre está ahí quieto, ¿lo
has visto moverse? Entonces, ¿cómo quieres que se esconda para volver a
salir? Y siguieron con su régimen de maíz sin saber que, desde hace
para ellos mucho mucho tiempo, lleva una toxina que es la responsable de
su corta vida.
¿Es
un mundo ficticio? Los transgénicos están en nuestros campos y en
nuestras dietas. En los campos su expansión latifundista desplaza
millones de familias campesinas, no hay duda. Como un rey Midas al
revés, todo lo que toca, lo convierte en pobreza. Y cuando toca cultivos
de semillas autóctonas, les contagia su gen modificado, y así, las
marca como prisioneras. ¿Será que les cosen dos triángulos invertidos
para asfixiarlas en campos de concentración? Será. Y en nuestras dietas
los ingerimos de a poquito. Patatas con transgénicos, carne con
transgénicos, palomitas de transgénicos y todo enriquecido con sus
pesticidas asociados.
¿Y cómo lo afrontamos? Con una clase
política subyugada que parecieran abrir y cerrar los ojos al ritmo de
esos viejos árboles, y cuando toman conciencia de la realidad –si la
toman- se quedan con cara de bobos, incapaces de reaccionar. Otras
veces, la mayoría, se comportan como ese gusano incrédulo y arrogante,
sin perspectiva, olvidando los principios elementales del Planeta
prestado.
Lo que Pratchett no supo fue que el
gusano curioso decidió valiente trepar por el tronco del árbol. Al
llegar a la copa le pidió permiso para probar sus hojas más frescas,
sanas y nutritivas, y sin saber cómo, se fue enrollado sobre si mismo,
quedando finalmente envuelto por un suave mantel de seda.
PALABRE-ANDO
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