domingo, 29 de agosto de 2010

El árbol del prado

Se conocieron entre los árboles de los campos del Prado. Él pertenecía a una clase social muy baja, pero ella era adinerada, hija de una familia de alcurnia. En la época en que les tocó vivir, la década del 30, su joven edad y la diferencia social que los separaba convirtió su relación en una situación prohibida de antemano.

A pesar de ello, sus encuentros furtivos fueron haciéndose cada vez más frecuentes. Paseaban a la sombra de los árboles de un arroyo Miguelete aún cristalino, bordeando luego los parques y las rosaledas del antiguo hotel del Prado. Con el verde de un barrio sin mancillar como telón de fondo, fue creciendo una pasión tan prohibida como inevitable y que jamás pudieron disimular.

Poco a poco, a medida que la relación se hacía más evidente, su presencia allí fue una mancha incómoda para una sociedad conservadora, encorsetada y llena de prejuicios. En el vecindario corrieron rumores sobre ambos, transformados luego en una serie de chistes maliciosos. Como resultado, los jóvenes sufrieron el escarnio público y una censura violenta por parte de sus padres, inmersos en el corrillo hipócrita de chismes barriales. De un modo shakesperiano y melodramático, la familia de la joven prohibió terminantemente que volvieran a verse, intentando generar en la pareja un sentimiento de culpa y una profunda vergüenza.

Un día de primavera, los jóvenes volvieron a verse por última vez en el Prado, cuando el sol caía y las sombras de los árboles jugaban con la vieja fachada del hotel. Sabían que el suyo era un vínculo que no podían mantener, y antes de perder para siempre la relación que había pasado a constituir el sentido último de sus vidas, decidieron acabar con su existencia. Se suicidaron juntos, al pie de uno de los tantos árboles, donde fueron hallados recién a la madrugada siguiente.

El árbol aún sigue en pie en esa zona del Prado, y aunque cuando despunta la mañana es imposible identificarlo, narran los vecinos que al caer la tarde, si uno se acerca lo suficiente, pueden escucharse los suspiros finales de los jóvenes amantes. Por las noches, algunas veces, aparece extrañamente iluminado y quien pasa por allí tiene la inquietante sensación de que alguien o algo lo observa, y que no es sólo el árbol lo que respira en esa zona mágica del Prado.

La leyenda pehuenche sobre la araucaria o pehuén

A pesar de su vida seminómada, que lleva a sus hombres a apacentar las majadas en los prados de las altas cumbres durante el verano, los pehuenches siempre regresan a armar sus rukas al abrigo de los huahu para pasar los rigores de los crueles inviernos andinos. Y aquel año, tan lejos en el tiempo que los árboles caminaban y los animales aún hablaban con los hombres, las mujeres y la gente menuda de la tribu de Okorí, el aguilucho, se encontraban dedicados a preparar la bienvenida a los cazadores que bajaban de las montañas después de haber pasado allí muchas lunas, dedicados a la caza del huemul y del luán(guanaco), mientras las mujeres permanecían al cuidado de los hijos y las pertenencias. Como todas, la mujer de Likán espera a su hombre; su hijo mayor Okoirí, que ya es casi un kona, ha juntado con sus hermanos menores su último cesto de piñones y ahora espera ansioso el regreso de su padre, pues la próxima vez saldrá con él a bolear ñandúes y chulengos, como los bravos de verdad. Sus hermanas, junto con Aluhué, su madre, han hervido los piñones para ablandarlos y quitarles la piel, y preparado el muday (bedida de los pehuenches) con que los cazadores se refrescarán de sus largas jornadas en la montaña. Pero Likán se retrasa; todos los otros konas(guerreros) ya se encuentran entre sus familias, pero su padre no llega. Sus compañeros de cacería lo vieron por última vez en los pehuenales del Kuyum, persiguiendo un choike(ñandú), pero luego lo han perdido de vista. La madre presiente la tragedia; espera aún algunos días, recorriendo las laderas con la vista durante el día y aguzando el oído durante la noche, pero finalmente, con la primera nevada, llama a su hijo mayor y le pregunta:


-Okorí, ¿recuerdas cuántos años has cumplido?

-Sí, doce.

-Por lo tanto, ya eres todo un kona y deberás hacerte cargo de una tarea difícil. Tu padre ha salido de caza y prometió volver hace ya más de tres lunas, pero las grandes nevadas están próximas y aún no ha regresado. Es valiente y fuerte, pero puede haber sido atacado por algún enemigo o haber caído bajo las garras del nahuel. Pero ahora eres el hombre de la familia y tu deber es salir a buscarlo, para ayudarlo en caso necesario. Saldrás mañana al amanecer y te dirigirás a los bosques del Kuyum. Aquí tienes provisiones para varias lunas; cúbrete con tu makuñ y lleva tu arco y tus flechas, por si fuera necesario.

Consciente de sus nuevas responsabilidades, Okorí partió con los primeros rayos de Antü; atravesó los salitrales del bajo Yanki­hué y se encontró finalmente en los pehuenales del Kuyum, donde su padre había sido visto por última vez. Okorí tenía la fuerza y la resistencia de tres de sus compañeros de juego, pero la ansiedad y el esfuerzo lo fueron doblegando... La nieve caía ya en densos copos helados y la tormenta no parecía llevar miras de parar. El frío era intenso, despiadado, letal.

-Papal... ¡chachai .. -clamaba el muchacho, tratando de detener el castañeteo de sus dientes. Ya casi no tenía fuerzas para llevarse a la boca el alimento que su madre le había preparado y sus piernas se negaban a sostenerlo. Sin embargo, en un último esfuerzo divisó, no lejos de él, un enorme pehuén, el árbol sagrado, al que todo viajero, mediante una ofrenda, puede solicitar ayuda cuando se encuentra perdido o en grave peligro. Pero, ¿qué podría ofrecer el pobre Okorí, en el estado en que se encontraba? Luchando contra la parálisis provocada por el frío, el joven se sacó trabajosamente los shumel(calzado), y los colgó de las ramas más bajas de la enorme araucaria. Inmediatamente se sintió renovado, como si el pehuén le hubiera insuflado sus inmensas ansias de vivir. De nuevo se levantó y caminó sin descanso, hasta divisar, ya cayendo la tarde, a un grupo de konas descansando alrededor de una vivificante hoguera en las que se asaban los restos de un choike. Se acercó rápidamente, esperando ansiosamente que su padre se encontrara entre ellos y, al no verlo, los saludo cortésmente. Los forasteros no contestaron a su saludo. Y Okorí advirtió que no se encontraba entre amigos. Dudó cuando lo invitaron a sentarse ante el fuego, pero la cortesía lo obligaba, y la tentación de calentarse un poco era demasiado grande para ignorarla. Sin embargo, enseguida se arrepintió de su prontitud para aceptar, pues los extraños se arrojaron sobre él, le amarraron los tobillos, le ataron las manos a la espalda y se alejaron de allí, llevándose sus armas y la chaihue donde traía su comida. Antú, el sol, ya se ponía y Trafuya, la noche, se acercaba con sus terrores y la helada amenaza del congelamiento. Okorí había escuchado demasiadas historias de la noche como para que no la invadiera un terror paralizante, como nunca había sentido en su vida. Las había escuchado de las mujeres que hablaban entre ellas, mientras trabajaban, de los hombres que nunca habían regresado de sus viajes, o se las había contado su padre cuando, de vuelta de alguna partida de caza, le enseñaba a armar sus lakai y sus propias armas y lo prevenía sobre los peligros que encontrarla cuando él mismo debiera internarse en los bosques. Sabía de la artera presencia de Kamlín, la nieve, que cae sibilina y silenciosa, y va ocultando y deformando las señales del camino, y adormece los miembros si uno permanece quieto demasiado tiempo. También había oído del relampagueante nahuel, rápido como una centella y mortífero como un puñal. Y supo que el temor que había sentido cuando oía las historias no era más que un juego de niños, rápidamente exorcizado por la presencia de su padre o su madre o, simplemente, por el brillo del fuego del hogar. Pero el miedo de ahora era otra clase: era el terror inconmensurable de saberse a punto de morir y que nada ni nadie podría evitarlo. Mientras tanto, la madre, que esperaba en la ruka el regreso de ambos, tuvo

una visión aterradora: soñó que su esposo, Likán, había sido asesinado, y vio en sueños a su hijo, atado de pies y manos y abandonado sobre la gélida nieve. Entonces supo que se encontraba en un gravísimo peligro y que sólo ella podía salvarlo. Convencida de que ya nada podría hacer por su hombre, se cortó las largas trenzas renegridas, como hacen todas las mapuches en señal de duelo y, conteniendo los sollozos que pugnaban por brotar de su pecho, emprendió la búsqueda de su hijo, antes de que fuera demasiado tarde. Caminó largo tiempo a través del bosque de koíhues, llamando a veces a su esposo, otras a su hijo, con el corazón endurecido como una roca por la angustia y la desesperación. Así, mientras cruzaba un pequeño bosque, encontró primero el cadáver de su esposo, con una profunda herida en el costado y el querido rostro semienterrado en la nieve, sucio de sangre y de tierra. Sin siquiera tocarlo comprendió que ya no encontraría a Likán en aquellos despojos y, tomando el afilado cuchillo de piedra con que trabajaba las pieles, cortó dos mechones del resto de su negro pelo y, colocándolos sobre el pecho del muerto, retomó el camino en busca de su hijo. Entretanto, en el claro del bosque donde había pasado la noche encogido de hambre, de sed y de frío, Okorí, atenazado por el tenor, recobró algo de su confianza al ver aparecer la luz del sol, pero luego, al sentir sobre su cara los helados copos de nieve que volvían a arremolinarse sobre él, se sintió tan aterrado ante la proximidad de la muerte, que las pocas fuerzas que le quedaban estallaron en un grito desesperado, e imaginando que el pehuén en que había colgado sus shümel era como una madre que podía ayudarlo, comenzó a invocar su protección:

-¡Ven y ayúdame, oh, pehuén!

Y cerró los ojos, para no ver la temida imagen de Leflán, la muerte, cuando llegara en su busca. Sin embargo, volvió a abrirlos cuando sintió que los copos de nieve ya no caían sobre su cara y que Küréf, el viento, ya no se arremolinaba a su alrededor. Levantando la vista, contempló asombrado las ramas del pehuén, de su pehuén, que se había agitado y sacudido hasta desarraigar sus raíces de la tierra, y había caminado hasta él para no dejar sin respuesta su desgarradora demanda de ayuda. Luego, al llegar junto a Okorí, el pehuén extendió sus raíces a los lados del cuerpo del joven y sus ramas sobre él, proporcionándole así una verdadera cuna y la ruka más verde y más confortable que el niño pudiera desear. Poco tiempo más tarde llegó la madre, siguiendo las huellas de su hijo, que la cruel nevada iba haciendo desaparecer rápidamente. Al llegar al claro entre los colihues, pudo distinguir en las ramas bajas del pehuén el calzado de su hijo y, algo más allá, el cuerpo inanimado protegido por las raíces bienhechoras. Sin demora, desató sus ligaduras y lo reanimó, soplando su aliento sobre su rostro rígido y sus dedos agarrotados. Poco a poco, Okorí fue recobrando la conciencia, y poco después iniciaban el viaje de regreso, dejando sobre la nieve recién caída las huellas de sus pies descalzos, ya que la abnegada madre también había dejado sus shümel colgadas de las ramas bajas del árbol, como ofrenda por haber salvado a su hijo. Detrás de ellos, como un espíritu magnánimo y protector, el pehuén se deslizaba trabajosamente sobre sus raíces, y poco después madre e hijo llegaban hasta donde se encontraba el cadáver de Likán, quien había sido asesinado por los desconocidos para despojarlo de sus escasos enseres y armas. Allí recogieron el cuerpo y lo trasladaron hacia las proximidades de la ruka donde los siguió el solícito pehuén, prestándoles su protección contra el viento y la nieve que continuaba cayendo. Sólo al llegar a las afueras de la ruka, el árbol detuvo su marcha; la mujer depositó en tierra el cadáver de su hombre y el pehuén lo cubrió con sus raíces que, poco a poco, se fueron sumiendo con los restos en las entrañas de la tierra, hasta quedar de nuevo ferrameante aferradas a las rocas y a la tierra que le daba la vida. Alzando los ojos anegados en llanto, madre e hijo pudieron ver entonces al soberbio pehuén que elevaba sus ramas hacia el cielo como una muda peglaria a Nguenechén, el creador de todas las cosas. Y entonces, el pehuén sonrió... Sonrió como sólo pueden hacerlo los árboles: con su verdor, con sus flores, con sus flores, con sus frutos, con sus retoños. Y tanto Okorí como su madre reconocieron aquella sonrisa, la límpida expresión que sólo puede mostrar un ser que ha culminado satisfactoriamente una obra de amor al prójimo.

Y desde ese día el lugar fue conocido como Neuque, nombre que posteriormente derivaría en Neuquén, sitio privilegiado donde el pehuén aún sigue creciendo, ofreciendo sus frutos y su a todo aquél que lo necesite, aunque no todos sean capaces de apreciarlos y agradecerlos. (*)

Leyendas patagónicas

sábado, 28 de agosto de 2010

El árbol del consejo

(Leyenda tradicional)

En las tierras de los cuparamango, los días se deslizaban despacio por la pendiente del tiempo, dejando vivir, dejando hacer, discurriendo perezosos bajo la sombra del yaoyao, el árbol del consejo.

Era el yaoyao toda una institución en el pueblo de los cuparamango, más importante aún que la del hechicero y más antigua incluso que la del contador de dedos.

El yaoyao se limitaba a crecer, dando sombra y consejos a aquellos que los necesitaban. Reconfortaba a los viejos a los que ya les quedaban más recuerdos que tiempo para contarlos, resguardaba a las jóvenes parejas de los ojos de sus mayores, ofreciéndoles un rincón donde prodigarse caricias y juramentos, aconsejaba al Grupo de los Once Hombres cuándo y qué plantar, qué cosechas vendrían buenas o qué noticias traían los pájaros que anunciaban las crecidas del río. Mientras, las jóvenes madres cuparamango llevaban a sus hijos a jugar al pie del yaoyao, suspirando al darse cuenta del corto tiempo transcurrido desde que ellas mismas eran las que jugaban a subirse a las ramas más bajas del árbol. El yaoyao a todos cuidaba, a todos escuchaba.

Una mañana, las aves de cola plateada trajeron inquietantes noticias procedentes del cauce alto del río. Allá arriba se había establecido un grupo de hombres, unos hombres que devoraban la tierra, cortaban los árboles y exterminaban sin piedad a los animales.

"Bueno", les tranquilizó el yaoyao, "un asentamiento nuevo siempre necesita un periodo de adaptación. Dejemos que pase el tiempo para que encuentren su lugar en esta tierra".

Pero el tiempo, como de costumbre, no arreglaba nada. Día tras día llegaban nuevas noticias de la crueldad sin límites de los hombres nuevos, del ensañamiento con el que atacaban a todo lo vivo y, aunque aún estaban muy lejos, de la rapidez con la que extendían sus territorios. El yaoyao conoció la preocupación por primera vez en su larga existencia.

Algo había que hacer. Y también por primera vez, el que todo lo escucha y todos lo sabe, decidió pedir ayuda a los hombres.

No resultó sencillo. En su primer intento, los hombres entendieron que el yaoyao les pedía adelantar la fiesta de los peces bigotudos. Ansiosos por complacerle, la gran fiesta tuvo lugar y aún hoy, es una de las más célebres que se recuerdan.

El yaoyao comprendió que aquella situación era demasiado nueva para los hombres y que les costaría entender. ¿Cómo hacerles ves que él, el inmutable, el sabio, necesitaba de ellos, tan pequeños y tan frágiles?

Les habló entonces de la naturaleza, de los animales, de las aguas del río, de la paz, de la belleza de cada rincón... Su mensaje estaba cargado de poesía y buenas intenciones, de cantos de pájaros y aroma de flores. Pero nadie lo entendió y el hechicero tuvo que encerrarse en su cabaña durante tres días intentando descifrar las extrañas palabras del yaoyao. Transcurridos esos tres días, reunió al pueblo para hacerles el gran anuncio: el yaoyao exigía ser reconocido como el gran dios de los animales, los árboles y las cosechas y así se haría.

Los cuparamango se mostraron ilusionados ante la perspectiva de nombrar un dios en aquel pueblo donde nunca habían necesitado de ninguno y pusieron todos su empeño en que la ceremonia tuviera todo la pompa y el esplendor que requería tan señalada ocasión. Durante los días previos al nombramiento todo eran carreras, risas y consultas al hechicero sobre la mejor manera de agasajar a su árbol más querido. Los recolectores del pueblo remontaron el cauce del río y regresaron con sesenta y dos cestas de flores, gran cantidad de frutos y un par de monos del árbol del coco que trajeron como mascotas. Alguno reparó en que aquella parte del bosque se veía distinta, más pobre y más estéril, pero enfrascados como estaban con los preparativos de la gran fiesta, no tuvieron tiempo de pensar mucho en ello. Una semana duraron los festejos, más espectaculares y divertidos aún que el festejo de los peces bigotudos.

El yaoyao se desesperaba. Harto de que todos sus mensajes se malinterpretaran como invitaciones a hacer fiesta, dirigió un nuevo mensaje al pueblo. Esta vez fue mucho más duro. El yaoyao habló al corazón de cada hombre y cada mujer. Les habló de la muerte de árboles y animales a sólo una hora de camino río arriba. Les contó que de todas partes llegaban ahora desalentadoras noticias de destrucción y tierras quemadas. Fue su discurso más largo y más profundo que ningún otro ante y al terminar un denso silencio recorrió la aldea.

El yaoyao contemplaba expectante la reacción del pueblo. Uno a uno, todos los hombres fueron abandonando el círculo del consejo sin decir una palabra. Al parecer, esta vez había sido comprendido. Sin embargo, apenas una hora más tarde esos mismos hombres salían de sus chozas equipados para el combate, se despedían de sus mujeres e hijos y partían a hacer la guerra con el pueblo vecino de los manguaraníes. En nombre de Yaoyao, dios de todo lo viviente, los cuparamango arrasaron las tierras de los manguaraníes, regresando al pueblo con un botín de muerte, destrucción y piedras de ámbar.

El yaoyao, impotente, no quiso decir una palabra más y gruesas lágrimas de resina resbalaron por su tronco centenario. El yaoyao se moría. Sus hojas regaban el círculo del consejo, su corteza empalidecía y, aunque pasaban las semanas, el yaoyao seguía llorando lágrimas de incomprensión.

El pueblo, preocupado, acudió al hechicero. Su dios les reclamaba algo, aunque no supieran qué. Tal vez estaba enojado o triste por su culpa y debían remediarlo. Exigieron al hechicero que usara la raíz del letecuoro y buscara una solución. Nunca antes se le había pedido un esfuerzo tan grande, pero la ocasión así lo requería.

Todo el pueblo quiso estar presente en el ritual de la raíz del letecuoro. El hechicero y el contador de dedos se situaron en el centro del círculo del consejo, mientras el resto de la aldea entonaba cánticos. Todos se mantenían a la expectativa. Era aquél un raro espectáculo y sólo alguno de los más viejos lo había presenciado anteriormente. El yaoyao, en su melancolía, era espectador privilegiado, aunque ya apenas ponía atención. El contador de dedos acabó de preparar el brebaje y se lo ofreció al hechicero. La tensión llenaba el ambiente. El hechicero gozaba de una absoluta confianza entre los cuparamango, no en vano había sido elegido hacía ya muchos años entre más de doscientos aspirantes, todos ellos extraordinariamente capacitados. Haciendo honor a esta confianza, cayó con rapidez en un profundo letargo. Mientras tanto, el contador repasaba una y otra vez la cuenta de los dedos de pies y manos. Su tarea exigía que estuviera muy atento y no perdiera la concentración, porque su función era la de sacar al hechicero del trance en el mismo instante en que desapareciera el dedo medio de su pie derecho. Antes de que esto sucediera podría ocurrir que perdiera otros dedos de los pies o de las manos e incluso se contaba de una ocasión en que perdió una oreja, sin embargo el contador de dedos no debía dejarse impresionar por todas estas manifestaciones y despertar al hechicero sólo en el momento justo. Si lo hacía antes, el ritual sería inútil, si lo hacía después, el hechicero corría el riesgo de perder la vida.

La ceremonia fue decepcionante por lo breve, probablemente debido a las extraordinarias cualidades del hechicero. Éste no perdió ningún otro miembro, no hubo sangre, no hubo gritos ni convulsiones. El dedo medio de su pie derecho se limitó a empequeñecer poco a poco hasta desaparecer completamente. La ceremonia había concluido.

- Gran Dios YaoYao. He escuchado tus exigencias. Nosotros, tus hijos, agradecemos tu consejo y protección y haremos lo que nos pides. Mañana, al amanecer, la criatura más joven nacida en nuestro pueblo te será sacrificada.

El yaoyao, súbitamente espantado, no quiso seguir escuchando. Con gran esfuerzo, desenterró sus raíces del suelo y huyó despavorido del pueblo de los cuparamango. Nunca más se supo de él; tampoco del hechicero, que fue inmediatamente destituido y obligado a abandonar la aldea. Los cuparamango, ya sin dioses ni consejeros, siguieron con sus vidas tranquilas, hasta que un mal día, fueron atacados y convertidos en esclavos por unos hombres que llegaron desde el cauce alto del río.


Inma García