sábado, 19 de noviembre de 2011

La leyenda del árbol del amor



Aralia paperifer, de origen europeo,frondoso árbol siempre verde. Es un árbol muy especial, perteneciente a una especie rara, tanto que se dice que no hay otro ejemplare en el continente americano, que él que hace referencia a ésta leyenda.


En pleno centro de la ciudad de Zacatecas, a espaldas del portal de Rosales y frente al ex convento San Agustín, se encuentra una plazoleta arbolada que antes fuera un pequeño jardín. Es la actual plazoleta de Miguel Arzua. En este apacible lugar se daban cita feligreses, vendedores y aguateros cuya calma provinciana, la prisa no tenía lugar y sí la vida y el calor humano.Ahí, regado con el vital líquido que le sustentaba y con las lágrimas derramadas en silencio por tres seres marcados por un destino común, se encuentra el árbol que fue testigo de sus amores.


En el pasado, el templo de San Agustín daba vida espiritual a este bello rincón de ensueño, para los enamorados.


Aralia, la hermosa jovencita que dió origen al nombre con que se conoce al árbol, vivía en una de las señoriales casas que daban al jardín. Con la lozanía de su edad, propicia para el primer amor, su cantarina risa contagiaba la alegría de vivir a todo lo que la rodeaba.


Era Juan un humilde paro risueño y noble aguatero, que aun despierto soñaba encontrar una veta de plata para ofrecérsela a Oralia, a quien amaba en silencio, pero sabiéndose pobre la veía como a la más remota estrella.


Por las tardes, al salir de la mina, Juan se convertía en el alegre aguatero que ensayaba junto a su paciente burro improvisados versos de amor, caminando con ilusión de contemplar a Oralia, al entregarle el agua, como ésta regaba las plantas del jardín y en especial el árbol que cuidaba con esmero.
Oralia sentía nacer un entrañable cariño, más allá de la amistad, por el aguatero que por su parte día a día se ganaba también la estima de las familias.


Pero sin saberlo, Juan tenía un rival, que tras la etiqueta de la cortesía y modales refinados, cpnquistaba cada vez más a Oralia, quien experimentaba sentimientos encontrados hacia Pierre, un frabcés que la colmaba de atenciones.


El destino trajo al francés a su casa al ocurrir la ocupación por las tropas invasoras en 1864 y por cortesía las familias le brindaban un trato diferente al estranjero, discupándolo de los actos de un gobierno al que debía obediencia. El francés, siempre impecable en sus modales y pulcre en el vestir, les visitaba no por devolver la cortesía sino con la secreta esperanza de impresionar a Oralia, de quién se había enamorado.
Con el permiso de sus padres, solían sentarse bajo la sombra del árbol que Oralia cuidaba; ella escuchaba al francés la descripción que de su patria hacía y dejaba volar su imaginación.


Juan sufría en silencio al verlos juntos, incapaz de hacer nada para evitarlo. Notaba las barreras sociales que los separaban y más eran sus sueños de encontrar la veta de plata, para realizar sus sueños.


Trabajaba duro en minas abandonadas; al final de la jornada, el agua de las minas le limpiaban el polvo que cubrían su piel. Con su fiel burrito iban a llenar sus botes de agua de la fuente y la repartía a las familias, cuidando de dejar al final, la casa de Oralia para disponer de un poco más de tiempo para estar en su compañia.


Oralia lo esperaba con impaciencia para que la ayudara a regar su árbol. Al hacerlo, su regocijo se manisfestaba en el lenguaje secreto de los enamorados. El árbol lo sabía y el susurro de sus hojas se confundía con el rumor de las risas de los jóvenes, mientra su follaje se inclinaba, en un intento de protegerlos de miradas indiscretas.


Oralia una tarde llegó hasta el templo. Arrodillada frente al altar lloró en silencio al comparar dos mundos tan opuestos. Su plegaria imploraba ayuda para tomar la decisión acertada en tal cruel dilema.
Al salir del templo sin haber podido tomar una resolución, se sentó en silencio bajo el árbol y el llanto volvió a brotar.
Su angustia provocaba la alteración del ritmo de los latidos de su corazón, cuando en su regazo cayó suavemente un racimo de cristalinas lágrimas que conmovido el árbol le ofrecía como amigo amoroso en su consuelo y al tacto de sus tiernas manos, las lágrimas del árbol se convirtieron en un tupido racimo de flores rosadas.
Oralia recuperó la paz junto a su árbol y encontró el valor para decidirse por su aguatero, sin importarle su humilde condición.


Al otro día, el francés se presentó puntualmente en la casona y con el semblante muy triste comunicó de su partida del país. Otros vientos políticos flotaban en la nación y era urgente su traslado a Francia. Se llevaba el corazón destrozado por tener que abandonar a Oralia y la despedida era mas amarga aún por saber que jamás volvería a verla.


Mientra tanto, en la profundidad de la mina, Juan vislumbra un tenue brillo, tan sutil como la ilusión; una corazonada hizo intuir la veta que buscaba y continuó la aura roca que aún se resistía a entregar al joven su argentífera savia.
Al día siguiente al llegar con el agua, Oralia lo notó más alegre que de costumbre, no se pudo contener y al verlo tan feliz le dió un gran beso junto al árbol del Amor que regaban ahora entre risas.


Juan ni se acordó de su rica veta de plata y más aún olvidó el discurso que toda la noche había ensayado, al ver caer racimos de flores rosadas del árbol, que así compartía la culminación de tan bello idilio en aquel bello jardín, hoy plazoleta de Miguel Arzua frente al ex templo de San Agustín.


Desde entonces las parejas de enamorados, consideran de buena suerte refugiarse bajo las ramas del Árbol del Amor, para  favorecer la perduración de su romance.


Leyendas de Zacatecas

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