sábado, 28 de agosto de 2010

El árbol del consejo

(Leyenda tradicional)

En las tierras de los cuparamango, los días se deslizaban despacio por la pendiente del tiempo, dejando vivir, dejando hacer, discurriendo perezosos bajo la sombra del yaoyao, el árbol del consejo.

Era el yaoyao toda una institución en el pueblo de los cuparamango, más importante aún que la del hechicero y más antigua incluso que la del contador de dedos.

El yaoyao se limitaba a crecer, dando sombra y consejos a aquellos que los necesitaban. Reconfortaba a los viejos a los que ya les quedaban más recuerdos que tiempo para contarlos, resguardaba a las jóvenes parejas de los ojos de sus mayores, ofreciéndoles un rincón donde prodigarse caricias y juramentos, aconsejaba al Grupo de los Once Hombres cuándo y qué plantar, qué cosechas vendrían buenas o qué noticias traían los pájaros que anunciaban las crecidas del río. Mientras, las jóvenes madres cuparamango llevaban a sus hijos a jugar al pie del yaoyao, suspirando al darse cuenta del corto tiempo transcurrido desde que ellas mismas eran las que jugaban a subirse a las ramas más bajas del árbol. El yaoyao a todos cuidaba, a todos escuchaba.

Una mañana, las aves de cola plateada trajeron inquietantes noticias procedentes del cauce alto del río. Allá arriba se había establecido un grupo de hombres, unos hombres que devoraban la tierra, cortaban los árboles y exterminaban sin piedad a los animales.

"Bueno", les tranquilizó el yaoyao, "un asentamiento nuevo siempre necesita un periodo de adaptación. Dejemos que pase el tiempo para que encuentren su lugar en esta tierra".

Pero el tiempo, como de costumbre, no arreglaba nada. Día tras día llegaban nuevas noticias de la crueldad sin límites de los hombres nuevos, del ensañamiento con el que atacaban a todo lo vivo y, aunque aún estaban muy lejos, de la rapidez con la que extendían sus territorios. El yaoyao conoció la preocupación por primera vez en su larga existencia.

Algo había que hacer. Y también por primera vez, el que todo lo escucha y todos lo sabe, decidió pedir ayuda a los hombres.

No resultó sencillo. En su primer intento, los hombres entendieron que el yaoyao les pedía adelantar la fiesta de los peces bigotudos. Ansiosos por complacerle, la gran fiesta tuvo lugar y aún hoy, es una de las más célebres que se recuerdan.

El yaoyao comprendió que aquella situación era demasiado nueva para los hombres y que les costaría entender. ¿Cómo hacerles ves que él, el inmutable, el sabio, necesitaba de ellos, tan pequeños y tan frágiles?

Les habló entonces de la naturaleza, de los animales, de las aguas del río, de la paz, de la belleza de cada rincón... Su mensaje estaba cargado de poesía y buenas intenciones, de cantos de pájaros y aroma de flores. Pero nadie lo entendió y el hechicero tuvo que encerrarse en su cabaña durante tres días intentando descifrar las extrañas palabras del yaoyao. Transcurridos esos tres días, reunió al pueblo para hacerles el gran anuncio: el yaoyao exigía ser reconocido como el gran dios de los animales, los árboles y las cosechas y así se haría.

Los cuparamango se mostraron ilusionados ante la perspectiva de nombrar un dios en aquel pueblo donde nunca habían necesitado de ninguno y pusieron todos su empeño en que la ceremonia tuviera todo la pompa y el esplendor que requería tan señalada ocasión. Durante los días previos al nombramiento todo eran carreras, risas y consultas al hechicero sobre la mejor manera de agasajar a su árbol más querido. Los recolectores del pueblo remontaron el cauce del río y regresaron con sesenta y dos cestas de flores, gran cantidad de frutos y un par de monos del árbol del coco que trajeron como mascotas. Alguno reparó en que aquella parte del bosque se veía distinta, más pobre y más estéril, pero enfrascados como estaban con los preparativos de la gran fiesta, no tuvieron tiempo de pensar mucho en ello. Una semana duraron los festejos, más espectaculares y divertidos aún que el festejo de los peces bigotudos.

El yaoyao se desesperaba. Harto de que todos sus mensajes se malinterpretaran como invitaciones a hacer fiesta, dirigió un nuevo mensaje al pueblo. Esta vez fue mucho más duro. El yaoyao habló al corazón de cada hombre y cada mujer. Les habló de la muerte de árboles y animales a sólo una hora de camino río arriba. Les contó que de todas partes llegaban ahora desalentadoras noticias de destrucción y tierras quemadas. Fue su discurso más largo y más profundo que ningún otro ante y al terminar un denso silencio recorrió la aldea.

El yaoyao contemplaba expectante la reacción del pueblo. Uno a uno, todos los hombres fueron abandonando el círculo del consejo sin decir una palabra. Al parecer, esta vez había sido comprendido. Sin embargo, apenas una hora más tarde esos mismos hombres salían de sus chozas equipados para el combate, se despedían de sus mujeres e hijos y partían a hacer la guerra con el pueblo vecino de los manguaraníes. En nombre de Yaoyao, dios de todo lo viviente, los cuparamango arrasaron las tierras de los manguaraníes, regresando al pueblo con un botín de muerte, destrucción y piedras de ámbar.

El yaoyao, impotente, no quiso decir una palabra más y gruesas lágrimas de resina resbalaron por su tronco centenario. El yaoyao se moría. Sus hojas regaban el círculo del consejo, su corteza empalidecía y, aunque pasaban las semanas, el yaoyao seguía llorando lágrimas de incomprensión.

El pueblo, preocupado, acudió al hechicero. Su dios les reclamaba algo, aunque no supieran qué. Tal vez estaba enojado o triste por su culpa y debían remediarlo. Exigieron al hechicero que usara la raíz del letecuoro y buscara una solución. Nunca antes se le había pedido un esfuerzo tan grande, pero la ocasión así lo requería.

Todo el pueblo quiso estar presente en el ritual de la raíz del letecuoro. El hechicero y el contador de dedos se situaron en el centro del círculo del consejo, mientras el resto de la aldea entonaba cánticos. Todos se mantenían a la expectativa. Era aquél un raro espectáculo y sólo alguno de los más viejos lo había presenciado anteriormente. El yaoyao, en su melancolía, era espectador privilegiado, aunque ya apenas ponía atención. El contador de dedos acabó de preparar el brebaje y se lo ofreció al hechicero. La tensión llenaba el ambiente. El hechicero gozaba de una absoluta confianza entre los cuparamango, no en vano había sido elegido hacía ya muchos años entre más de doscientos aspirantes, todos ellos extraordinariamente capacitados. Haciendo honor a esta confianza, cayó con rapidez en un profundo letargo. Mientras tanto, el contador repasaba una y otra vez la cuenta de los dedos de pies y manos. Su tarea exigía que estuviera muy atento y no perdiera la concentración, porque su función era la de sacar al hechicero del trance en el mismo instante en que desapareciera el dedo medio de su pie derecho. Antes de que esto sucediera podría ocurrir que perdiera otros dedos de los pies o de las manos e incluso se contaba de una ocasión en que perdió una oreja, sin embargo el contador de dedos no debía dejarse impresionar por todas estas manifestaciones y despertar al hechicero sólo en el momento justo. Si lo hacía antes, el ritual sería inútil, si lo hacía después, el hechicero corría el riesgo de perder la vida.

La ceremonia fue decepcionante por lo breve, probablemente debido a las extraordinarias cualidades del hechicero. Éste no perdió ningún otro miembro, no hubo sangre, no hubo gritos ni convulsiones. El dedo medio de su pie derecho se limitó a empequeñecer poco a poco hasta desaparecer completamente. La ceremonia había concluido.

- Gran Dios YaoYao. He escuchado tus exigencias. Nosotros, tus hijos, agradecemos tu consejo y protección y haremos lo que nos pides. Mañana, al amanecer, la criatura más joven nacida en nuestro pueblo te será sacrificada.

El yaoyao, súbitamente espantado, no quiso seguir escuchando. Con gran esfuerzo, desenterró sus raíces del suelo y huyó despavorido del pueblo de los cuparamango. Nunca más se supo de él; tampoco del hechicero, que fue inmediatamente destituido y obligado a abandonar la aldea. Los cuparamango, ya sin dioses ni consejeros, siguieron con sus vidas tranquilas, hasta que un mal día, fueron atacados y convertidos en esclavos por unos hombres que llegaron desde el cauce alto del río.


Inma García

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