viernes, 9 de abril de 2010

"Entre los árboles hay brujas"

Algunas personas me han dicho que las brujas existen, que las han visto volar, que han despertado a media noche sintiendo sus manos de fuego; sufriendo un dolor intenso a causa de su mirada fría. Pero, ¿existen en realidad? No lo sé. Lo cierto es que son muchas las historias que me han contado al respecto.
En diversos pueblos de México, la gente me aseguró que las brujas eran una terrible realidad. Recuerdo que un joven que vivía en una pequeña comunidad del Estado de México, me compartió una experiencia que no podía olvidar por más que trataba. Según lo que me dijo, iba conduciendo su camioneta a eso de las once de la noche; una noche oscura, sin más luz que la de sus viejos y acabados faros de niebla.

De pronto, distinguió a lo lejos una figura parada junto al camino. Él siguió su rumbo, pero disminuyó la velocidad, pues le extrañó encontrar a alguien a esa hora en un sitio tan apartado. Al pasar por el frente, volteó y lo que observó lo marcó para toda la vida: una anciana con la cara llena de arrugas. En medio de su rostro tenía una nariz larga y deforme, y en lugar de ojos, dos bolas de fuego penetrante. La mujer extendió el brazo, como si quisiera alcanzar la camioneta; pero de su manga no salió una mano, sino una enorme pata de gallina, cubierta de bolas y ampollas.

El joven aceleró y la dejó atrás. Nunca más volvió a pasar por ese camino. Pero la figura de esa vieja lo siguió toda la vida. Hacía tres años que la había visto y no la había dejado de soñar ni una sola noche. Se despertaba gritando, con la cama mojada de sudor, y siempre con las mismas palabras: “La bruja me dijo que va a venir por mí...”.
Por otro lado, nunca he escuchado historias acerca de que las brujas vuelen en escobas. Sin embargo, han sido muchos los relatos en los que me aseguran que las brujas surcan los cielos en forma de grandes bolas de fuego. “Se ven en la carretera; pasan encima de los autos. Van dando vueltas y se pierden en el campo...”.


Pero sin duda, la mejor historia de brujas que he escuchado, vino de parte de una anciana que vivía en un pueblo de la delegación Magdalena Contreras, en el Distrito Federal.
Ella, una mujer de unos 90 años, decía haber visto a las brujas.
Eso pasó una noche, allá por los años setenta. Entonces, la mujer se dedicaba a “pepenar”; buscaba en la basura cosas que la gente tira y que ella vendía. Papel, vidrio, cartón, latas, todo le servía para mantenerse y vivir. Cerca de su casa, existía un tiradero de basura clandestino: una montaña de desperdicios que los vecinos iban acumulando, a pesar de situarse en plena zona boscosa, y por tanto, protegida por las leyes ambientales.
Un día, salió tarde de su casa. Sentía un dolor de cabeza tan penetrante y agudo que no la dejaba levantarse de la cama. Sin embargo, su necesidad era mayor. Recurriendo a sus últimas fuerzas, se dirigió al tiradero y comenzó a remover la basura. Cuando se dio cuenta, el cielo se había nublado. La lluvia amenazaba con desbordarse de un momento a otro y ella estaba lejos de su hogar. Pensó en tomar un atajo y bordeó el monte, con la esperanza de llegar más rápido, pues la noche también estaba por venirse encima.
Se internó en el bosque, guiada por su instinto, pero sus pasos cortos y cansados no le permitían avanzar lo que ella deseaba. Entonces comenzó a llover. Era una lluvia de agosto, intensa y fría, que la empapó de inmediato. Ella temblaba y estaba a punto de darse por vencida, apretujarse debajo de un árbol y esperar... sólo esperar. No sentía ya las piernas. El dolor de las reumas la había entumido por completo. Cerró los ojos y pensó en su madre. Tantos años sin pensar en ella y de pronto se acordaba, le pareció extraño pero al mismo tiempo reconfortante; tan reconfortante que sintió calor. Un calor que la hacía sentir cómoda y protegida.
Fue cuando escuchó una voz que la llamaba. En medio de los árboles, una joven agitaba la mano y le pedía que se acercara. Ella lo hizo con muchos esfuerzos. Al llegar, vio delante una casa muy grande. No entendió por qué no la había visto antes si estaba sólo a unos pasos de donde ella temblaba. La joven la invitó a pasar.

Ella se sorprendió por la amabilidad, pero la agradeció de buena gana. Se trataba de una casa muy hermosa, de grandes espacios y muebles de madera con cojines anchos y cómodos. Sobre los pisos, alfombras tan mullidas que sus pies se hundían a cada paso.
La joven no estaba sola. Estaba acompañada por otras dos mujeres, igualmente jóvenes... y de una belleza singular. Tez completamente blanca, ojos tan verdes que parecían transparentes, y sobre los labios, un rojo tan vivo y lleno de luz que parecía que tenían una brasa encendida. La mujer se sorprendía cada vez más. Encontrar en medio del bosque una casa con esas características y habitada por tres mujeres apenas entrados en los veinte, completamente hermosas, la impactó de grata manera.
Las jóvenes le prestaron ropas secas, le ofrecieron café y la convidaron a cenar. Le dijeron que eran hermanas, que habían vivido allí por años, pues era la casa de sus abuelos. Al final, la invitaron a quedarse a dormir. Por ningún motivo dejarían que se marchara en plena noche y con tal aguacero. Ella terminó por aceptar con la condición de que la dejaran lavar los platos. Y eso sí, dormir en la cocina, pues suficiente amabilidad era dejarla dormir en aquella casa, así que no aceptaría la habitación que una de las jóvenes pretendía cederle.
En cambio, ella optó por dormir en la cocina, pues el calor que se había acumulado le serviría para terminar de ahuyentar el frío. Así lo hicieron. Todas se acostaron a descansar a eso de las diez de la noche.

En la madrugada, la mujer despertó sudando. Algo pasaba en aquella cocina. Había dejado de llover y el frío no sólo se había ido, sino que había sido reemplazado por un calor insoportable. Se levantó a revisar y descubrió lo que pasaba: el horno estaba encendido. Ella se extrañó de que las jóvenes estuvieran cocinando a esas horas de la madrugada, con tan alta temperatura, y sobre todo, de no haber escuchado cuando aquellas tres muchachas entraron a la cocina y pasaron por encima de ella.
Por curiosidad, abrió el horno y lo que vio la hizo tambalear: en una bandeja larga y grasosa había piernas y brazos... seis piernas y seis brazos completamente negros y chamuscados que despedían un olor como de cabello quemado.
Enseguida, volteó a la ventana. Allí estaban las tres jóvenes, las tres sin piernas, sin brazos, flotando entre los árboles y riendo a carcajadas, mientras jugaban con una enorme bola de fuego.

Ella se quedó mirando sin poder apartar la vista. Sintió que un aire frío se le subía comenzando por los pies, las piernas... un aire frío que le nubló la cabeza. Todo comenzó a dar vueltas hasta que se desmayó.
Muy de mañana despertó... estaba en su casa, acostada en su cama, pero aún vestía las ropas que las brujas le habían prestado.
La mujer no quiso regresar al tiradero de basura, mucho menos internarse en el bosque otra vez. Nadie hizo caso de su historia, pero cuando me la contó a mí, no pude dejar de advertir las lágrimas de miedo que le recorrían el rostro conforme iba avanzando en su narración y la manera en que su voz temblaba. Al final, se acercó a mi oído y me dijo apenas susurrando: “Joven, entre los árboles hay brujas”.


Por Carlos Eduardo Díaz

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